Por
Celeste Vargas y Daniel Lara
Una
de nuestras más grandes pasiones es viajar (como ya se habrán dado cuenta si
son lectores de este blog). Viajamos a todos los lugares posibles: cercanos y
lejanos, a los más diversos ecosistemas y realizando múltiples actividades.
Para nosotros, viajar implica desde disfrutar el camino hasta movernos hacia
todos lados, conocer sitios variados y cansarnos. Dentro de esta multiplicidad
de actividades posibles al viajar, una de las que más disfrutamos es la visita
a pueblos mágicos de nuestro país… o aunque no sean tan mágicos. En una
palabra, nos gusta “pueblear”: caminar por calles pequeñas, comer en lugares
sencillos, platicar con la gente del lugar en el que estemos, escuchar sonidos
vivos y registrar imágenes irrepetibles. Para nosotros no hay nada mejor que
coger la mochila y andar por calles estrechas y empinadas, mientras el viento
nos golpea en el rostro y nos susurra al oído los sonidos vivos del pueblo, de
los animales, de la gente, de los árboles. Disfrutar los aromas, las
sensaciones, sentir la alegría, la
preocupación o el dolor de las manos cansadas de los hombres que se esfuerzan
por vivir el día a día y seguir manteniendo vivas sus tradiciones.
Sí, eso es “pueblear” y amamos
hacerlo.
Uno de los pueblos mágicos quizá más
conocidos de nuestro país, por la cercanía con la Ciudad de México, es Tepotzotlán, en el Estado de México. Un
domingo cualquiera decidimos tomar camino hacia allá, por Periférico Norte (al que, por cierto, en algunos tramos le hace
falta una muy buena remozada, pues en los carriles laterales hay varios baches
que son una vergüenza) para virar en la desviación que lleva directo al arco
que da la bienvenida al visitante.
De inmediato, salta a la vista el
hecho de tratarse de un pueblo mágico: la mayoría, si no es que todas las
edificaciones (casas, negocios, etcétera) están pintados del mismo tono (en
este caso, un color cálido entre amarillo y anaranjado) y el empedrado de las
calles nos habla de un lugar especial
que, a pesar de estar invadido, como casi todo el país, de empresas y
franquicias variadas, mantiene ese ambiente pueblerino agradable. Se dice que
el nombre “Tepotzotlán” proviene de un vocablo náhuatl que significa “entre
jorobados”, esto porque frente al poblado hay unos cerros que, a lo lejos,
parecen jorobas. Los otomíes fueron el pueblo mesoamericano que principalmente
pobló este territorio y se volvió señorío independiente en 1460, para ser
conquistado por los españoles (ya sabemos la historia) en 1520.
Así, por la calle de Insurgentes
seguimos hasta llegar al Museo Nacional del Virreinato. Múltiples y variados puestos dan la bienvenida al visitante,
mientras el Templo de San Francisco Javier observa majestuoso al poblado
despertando ante el insistente sol. La
fachada del santuario muestra el estilo artístico del siglo XVIII, donde el
arte barroco novohispano nos deja ver las destacadas figuras
religiosas, ángeles y adornos diversos. Esta iglesia comenzó a construirse en
el siglo XVII y en ella se ofrecían
misas en latín con cantos gregorianos. A un costado se encuentra el Museo
Nacional del Virreinato, donde antes era antes era el Colegio Noviciado de San
Francisco Javier, que en otros tiempos albergó a jesuitas y funcionó para el
estudio de las lenguas indígenas por parte de los religiosos. Aquí, se aprendió
el Otomí y el Náhuatl, ello en el fin de que la evangelización de los pueblos
indígenas fuera más sencilla y eficaz.
En el Museo, inaugurado en 1964, aun a esas horas de la mañana, los estudiantes
marchan ingenuos a través de las salas. Aquí contemplan con indiferencia las
sombrías pinturas, allá observan utensilios y ropajes. Hace muchos años se nos
podía ver a nosotros con cuaderno en mano y pluma escribiendo sobre la historia del museo,
ahora los niños, incluso los más pequeños, toman sus celulares y fotografían lo
considerado interesante para ellos. Al final todos buscan algo (folleto,
tríptico, anuncio… etcétera) o un sello para mostrar a sus profesores la
asistencia al lugar. Y ante ese mar de gente nos preguntamos: ¿qué hace el maestro
después de la visita? ¿Interroga a los niños sobre lo aprendido, sobre la
importancia del lugar en la historia del país? Esperemos así sea, porque muchas
veces pareciera que los niños van sólo por obligación.
En nuestro caso, pasamos de una sala
a otra. De pronto no es tan fácil apreciar los elementos en exhibición por la
cantidad de gente que hay en el lugar. Pero los iluminados pasillos, las estrechas escaleras, las estancias
históricas nos hacen detenernos aquí y allá para tomar fotografías.
En el Patio de los Aljibes tomamos
un respiro y a un lado queda el pulular de los niños y los deseos de otros más
por encontrar los sanitarios para seguir las bellezas del museo. Más adelante
nos encontramos con la exposición de
Miguel de Cabera, quien pintó para la Compañía de Jesús. Y como los visitantes
van en aumento, decidimos tomar un descanso en los jardines. Extensos,
apacibles y frescos nos dejan recorrer sin preocupación y en total relajación
sus atractivos: desde la pequeña y exquisita Capilla de Montserrat, hasta la original y olvidada Fuente del Salto
del agua, una amplia estructura con atractivos decorados que yace solitaria y
alejada del bullicio en la parte de atrás del huerto. En los jardines no sólo descansamos un momento bajo la sombra de un árbol, sino
observamos la vegetación y a un visitante muy peculiar: una oruga (Leucanella viridiscens si la vista no
nos engaña), quien aprisa se dirige a un árbol para evitar ser pisada por los
paseantes.
De regreso al recinto, continuamos
observando los utensilios cotidianos del
lugar: frascos y ollas. Así como bellas
sillas, jarrones chinos e instrumentos de labranza.
Al salir del museo la fila para
ingresar es enorme y para esos momentos nuestro estómago nos indica que es
tiempo de alimentarnos. Caminamos a un costado y nos encontramos con una kermés
de la iglesia. En ella degustamos los ricos pambazos (a quince pesos), tostadas
de tinga y pata (de a diez) y un abundante coctel de frutas por sólo veinte
pesos.
A lo lejos las notas musicales
llaman al paseante y en la explanada principal, frente al mercado de comida se
encuentra el kiosco. En él, el cuarteto Los Aztecas interpreta viejas canciones
conocidas por algunos (entre ellos nosotros), mientras en otra parte Los
Soneros ofrecen música cubana… ¡y a bailar se ha dicho!
El
Museo Nacional del Virreinato se encuentra abierto de martes a domingo de 9:00 a 18:00. Los
domingos la entrada es gratis.
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