lunes, 2 de mayo de 2016

Tepozotlán:pueblo mágico entre jorobas




Por Celeste Vargas y Daniel Lara


Una de nuestras más grandes pasiones es viajar (como ya se habrán dado cuenta si son lectores de este blog). Viajamos a todos los lugares posibles: cercanos y lejanos, a los más diversos ecosistemas y realizando múltiples actividades. Para nosotros, viajar implica desde disfrutar el camino hasta movernos hacia todos lados, conocer sitios variados y cansarnos. Dentro de esta multiplicidad de actividades posibles al viajar, una de las que más disfrutamos es la visita a pueblos mágicos de nuestro país… o aunque no sean tan mágicos. En una palabra, nos gusta “pueblear”: caminar por calles pequeñas, comer en lugares sencillos, platicar con la gente del lugar en el que estemos, escuchar sonidos vivos y registrar imágenes irrepetibles. Para nosotros no hay nada mejor que coger la mochila y andar por calles estrechas y empinadas, mientras el viento nos golpea en el rostro y nos susurra al oído los sonidos vivos del pueblo, de los animales, de la gente, de los árboles. Disfrutar los aromas, las sensaciones,  sentir la alegría, la preocupación o el dolor de las manos cansadas de los hombres que se esfuerzan por vivir el día a día y seguir manteniendo vivas sus tradiciones.
              Sí, eso es “pueblear” y amamos hacerlo.
           Uno de los pueblos mágicos quizá más conocidos de nuestro país, por la cercanía con la Ciudad de México,  es Tepotzotlán, en el Estado de México. Un domingo cualquiera decidimos tomar camino hacia allá, por Periférico Norte  (al que, por cierto, en algunos tramos le hace falta una muy buena remozada, pues en los carriles laterales hay varios baches que son una vergüenza) para virar en la desviación que lleva directo al arco que da la bienvenida al visitante.
            De inmediato, salta a la vista el hecho de tratarse de un pueblo mágico: la mayoría, si no es que todas las edificaciones (casas, negocios, etcétera) están pintados del mismo tono (en este caso, un color cálido entre amarillo y anaranjado) y el empedrado de las calles nos habla de  un lugar especial que, a pesar de estar invadido, como casi todo el país, de empresas y franquicias variadas, mantiene ese ambiente pueblerino agradable. Se dice que el nombre “Tepotzotlán” proviene de un vocablo náhuatl que significa “entre jorobados”, esto porque frente al poblado hay unos cerros que, a lo lejos, parecen jorobas. Los otomíes fueron el pueblo mesoamericano que principalmente pobló este territorio y se volvió señorío independiente en 1460, para ser conquistado por los españoles (ya sabemos la historia) en 1520.
            Así, por la calle de Insurgentes seguimos hasta llegar al Museo Nacional del Virreinato.  Múltiples y variados  puestos dan la bienvenida al visitante, mientras el Templo de San Francisco Javier observa majestuoso al poblado despertando ante el insistente sol.  La fachada del santuario muestra el estilo artístico del siglo XVIII, donde el arte  barroco novohispano  nos deja ver las destacadas figuras religiosas, ángeles y adornos diversos. Esta iglesia comenzó a construirse en el siglo XVII y  en ella se ofrecían misas en latín con cantos gregorianos. A un costado se encuentra el Museo Nacional del Virreinato, donde antes era antes era el Colegio Noviciado de San Francisco Javier, que en otros tiempos albergó a jesuitas y funcionó para el estudio de las lenguas indígenas por parte de los religiosos. Aquí, se aprendió el Otomí y el Náhuatl, ello en el fin de que la evangelización de los pueblos indígenas fuera más sencilla y eficaz.
            En el Museo, inaugurado en 1964,  aun a esas horas de la mañana, los estudiantes marchan ingenuos a través de las salas. Aquí contemplan con indiferencia las sombrías pinturas, allá observan utensilios y ropajes. Hace muchos años se nos podía ver a nosotros con cuaderno en mano y pluma  escribiendo sobre la historia del museo, ahora los niños, incluso los más pequeños, toman sus celulares y fotografían lo considerado interesante para ellos. Al final todos buscan algo (folleto, tríptico, anuncio… etcétera) o un sello para mostrar a sus profesores la asistencia al lugar. Y ante ese mar de gente nos preguntamos: ¿qué hace el maestro después de la visita? ¿Interroga a los niños sobre lo aprendido, sobre la importancia del lugar en la historia del país? Esperemos así sea, porque muchas veces pareciera que los niños van sólo por obligación.
            En nuestro caso, pasamos de una sala a otra. De pronto no es tan fácil apreciar los elementos en exhibición por la cantidad de gente que hay en el lugar. Pero los iluminados pasillos,  las estrechas escaleras, las estancias históricas nos hacen detenernos aquí y allá para tomar fotografías.
            En el Patio de los Aljibes tomamos un respiro y a un lado queda el pulular de los niños y los deseos de otros más por encontrar los sanitarios para seguir las bellezas del museo. Más adelante nos encontramos con la  exposición de Miguel de Cabera, quien pintó para la Compañía de Jesús. Y como los visitantes van en aumento, decidimos tomar un descanso en los jardines. Extensos, apacibles y frescos nos dejan recorrer sin preocupación y en total relajación sus atractivos: desde la pequeña y exquisita Capilla de Montserrat,  hasta la original y olvidada Fuente del Salto del agua, una amplia estructura con atractivos decorados que yace solitaria y alejada del bullicio en la parte de atrás del huerto.  En los jardines no sólo descansamos  un momento bajo la sombra de un árbol, sino observamos la vegetación y a un visitante muy peculiar: una oruga (Leucanella viridiscens si la vista no nos engaña), quien aprisa se dirige a un árbol para evitar ser pisada por los paseantes.
            De regreso al recinto, continuamos observando  los utensilios cotidianos del lugar: frascos y ollas. Así como  bellas sillas, jarrones chinos e instrumentos de labranza.
            Al salir del museo la fila para ingresar es enorme y para esos momentos nuestro estómago nos indica que es tiempo de alimentarnos. Caminamos a un costado y nos encontramos con una kermés de la iglesia. En ella degustamos los ricos pambazos (a quince pesos), tostadas de tinga y pata (de a diez) y un abundante coctel de frutas por sólo veinte pesos.
            A lo lejos las notas musicales llaman al paseante y en la explanada principal, frente al mercado de comida se encuentra el kiosco. En él, el cuarteto Los Aztecas interpreta viejas canciones conocidas por algunos (entre ellos nosotros), mientras en otra parte Los Soneros ofrecen música cubana… ¡y a bailar se ha dicho!


El Museo Nacional del Virreinato se encuentra abierto de  martes a domingo de 9:00 a 18:00. Los domingos la entrada es gratis.

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