Por Celeste Vargas y Daniel Lara
Después de descansar del abrasador
sol y de degustar un rico huarache con carne asada, acompañado de agua de
horchata, en la zona de comida de Molino de Flores, nos encaminamos hacia la Zona Arqueológica de
Tezcutzingo. Por un camino estrecho, pero en buenas condiciones, salimos por la
Carretera a San Nicolás Tlaminca, que más adelante se convierte en Camino a Texcoco,
para después, ya llegando al pueblo, virar a la derecha por la calle Azcapotzalco
y a menos de cinco minutos encontrarnos con la carretera cerrada y un balneario. Al creer que nos habíamos
perdido, los lugareños nos informaron que el resto del camino era a pie. Y aquí
comenzó una larga y cansada caminata. Si visitan el lugar no olviden el
protector solar, mucha agua, zapatos cómodos y resistentes, así como paciencia,
buena condición física y la esperanza de que pronto llegarán a la cima.
Al
comenzar a subir por el cerro y observar
las casas y un pequeño restaurante, uno se siente tranquilo y relajado, pero cuando comienza la
verdadera ascensión todo cambia por un
momento. El camino es difícil: piedras, tierra suelta, vegetación seca y ni un
solo letrero indicando a nuestros
pasos si estábamos en el camino
correcto. Después de unos minutos fue necesario descansar: el fuerte
sol y la dificultad en la subida obligan a hidratarse y tomar unos minutos de reposo. Sin
embargo, esto se compensa con el maravilloso paisaje que muestra los poblados
cercanos, los cerros apacibles y un cerro arenero en plena explotación humana.
Después
de media hora y cuando vemos las primeras escalinatas, imaginamos que pronto
llegaremos a las ruinas. Sin embargo, esta cuesta es aun más difícil de
superar: más piedras, más calor, más tierra, más imperfecciones en el sendero. Al final del camino nos encontramos con las
primeras ruinas… y en ellas, una familia
comiendo plácidamente.
Nuestros
pasos cansados llegan hasta el Baño del Rey, el Trono, el Baño de la Reina, los
acueductos y algunas tinas. Tratamos de imaginar la
grandeza de este lugar en el siglo XV, el cual fue diseñado por el propio
Nezahualcóyotl y está considerado como uno
de los primeros jardines botánicos de la
época y quizá del mundo. Pues en ellos se clasificaban las diversas especies de
flora y fauna del imperio azteca, con el fin de que fueran mejor comprendidas. No cabe duda que Nezahualcóyotl era un gran
pensador, un buen gobernante y un ser preocupado por el conocimiento de la naturaleza. El lugar, en sus años de esplendor, estaba
dotado de una belleza arquitectónica excepcional, así como de esculturas al
dios Tláloc y otras que representaban los tres
estados del Imperio Azteca: Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan.
Además
de ser un jardín botánico y un sitio de recreación, Tezcutzingo era un espacio
para el desarrollo de las artes. En ese momento no alcanzamos a vislumbrar la
grandeza del lugar, sobre todo por el estado en el que está actualmente:
grafitis, basura, los pocos letreros con información histórica totalmente
cubiertos por pintura de aerosol, las propias ruinas parcialmente destrozadas,
no sabemos si por la acción de la naturaleza o por el ser humano. El colmo fue
que, en nuestro camino hacia la cima, alcanzamos a ver una hermosa flor roja en
medio del escarpado paisaje… misma que, a los pocos minutos, una señora cortó y
se llevó en las manos como recuerdo, como un premio a su inconsciencia. El
lugar carece de vigilancia, pero lo peor es que muchos visitantes son tan
ignorantes de sus raíces, que destrozan todo a su paso.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgF4y-y1bgqhdQ7casHbywK11IfsRkNEsAH7XwXwGr2OPKu0xSoNi97l3-V6msrZbPTO3TKAKfKXEZ44hdcePPXenB236_zRz_He-Ee6p2WAvaduqelz_QI34S8E_mOpJafYgarldWd7zE/s320/ba%25C3%25B1os_005.jpg)
Después
de unos minutos de descanso adicional, emprendimos el camino a la cima del
cerro. A pesar de que sólo unos metros nos separaban de lo más alto, la
escalada fue complicada. Al llegar, no pudimos sino celebrar el éxito obtenido
(literalmente, alcanzamos la cima) tomando varias fotos del paisaje. Antes del
último tramo, se encuentra una pequeña cueva. Nos preguntamos qué función
tendría hace seis siglos. Ahora, parece ser guarida de algunos animales del
lugar y de vándalos que se dedican a pintarla con su limitada imaginación.
En
la cima, pudimos disfrutar una vez más del majestuoso paisaje, pero al mismo
tiempo sentimos una gran tristeza al ser testigos de la inconsciencia, falta de
educación y desinterés total por nuestra historia: encontramos algunas piedras
con símbolos prehispánicos grabados en ellas… cubiertos por grafiti. No
entendemos qué motiva a alguien a llevar a cabo un acto de tal vileza y estupidez.
¿Por qué hay mexicanos con tanta indiferencia, protagonismo tonto y falta de
respeto por todo?
Con
esta sensación ambivalente causada por la belleza del lugar y la ignorancia de
algunas personas, emprendimos el regreso, que, por obvias razones, fue un poco
más fácil y rápido. Una vez más, a esquivar piedras puntiagudas y raíces
salidas, sentir el impacto cuesta abajo en cada paso y volver a admirar el
paisaje, pero con menos detenimiento, pues ya queríamos estar abajo.
Unos
metros antes de llegar al estacionamiento donde habíamos dejado el coche,
pudimos disfrutar de unas ricas y
revitalizantes “piñas locas” que una familia habitante del lugar prepara y
vende a los visitantes. Y después de sofocante esfuerzo y del calor insoportable,
el deseo de refrescarse en el balneario que está al pie del cerro es por demás
necesario.
* *
Es una lástima y
decepción encontrarnos con parte de la historia del país destruida, olvidada y
dejada a un futuro incierto. No podemos permitir que estos lugares históricos
se sigan perdiendo entre la indiferencia de las autoridades y la inconsciencia
de los visitantes. No es posible que
algo que hace seis siglos era uno de los lugares más hermosos de América ahora
sea un nido de desolación, mugre y vandalismo.
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