lunes, 21 de marzo de 2016

Tezcutzingo: la pérdida de la historia



Por Celeste Vargas y Daniel Lara


Después de descansar del abrasador sol y de degustar un rico huarache con carne asada, acompañado de agua de horchata, en la zona de comida de Molino de Flores,  nos encaminamos hacia la Zona Arqueológica de Tezcutzingo. Por un camino estrecho, pero en buenas condiciones, salimos por la Carretera a San Nicolás Tlaminca, que más adelante se convierte en Camino a Texcoco, para después, ya llegando al pueblo, virar a la derecha por la calle Azcapotzalco y a menos de cinco minutos encontrarnos con la carretera cerrada  y un balneario. Al creer que nos habíamos perdido, los lugareños nos informaron que el resto del camino era a pie. Y aquí comenzó una larga y cansada caminata. Si visitan el lugar no olviden el protector solar, mucha agua, zapatos cómodos y resistentes, así como paciencia, buena condición física y la esperanza de que pronto llegarán a la cima.
            Al comenzar a subir por el cerro  y observar las casas y un pequeño restaurante, uno se siente tranquilo  y relajado, pero cuando comienza la verdadera  ascensión todo cambia por un momento. El camino es difícil: piedras, tierra suelta, vegetación seca y ni un solo letrero  indicando a nuestros pasos  si estábamos en el camino correcto. Después de unos minutos fue necesario descansar: el  fuerte  sol y la dificultad en la subida obligan a  hidratarse y tomar unos minutos de reposo. Sin embargo, esto se compensa con el maravilloso paisaje que muestra los poblados cercanos, los cerros apacibles y un cerro arenero en plena explotación humana.
            Después de media hora y cuando vemos las primeras escalinatas, imaginamos que pronto llegaremos a las ruinas. Sin embargo, esta cuesta es aun más difícil de superar: más piedras, más calor, más tierra, más imperfecciones en el sendero.  Al  final del camino nos encontramos con las primeras  ruinas… y en ellas, una familia comiendo plácidamente.
            Nuestros pasos cansados llegan hasta el Baño del Rey, el Trono, el Baño de la Reina, los acueductos  y  algunas tinas. Tratamos de imaginar la grandeza de este lugar en el siglo XV, el cual fue diseñado por el propio Nezahualcóyotl  y está considerado como uno de los primeros jardines botánicos  de la época y quizá del mundo. Pues en ellos se clasificaban las diversas especies de flora y fauna del imperio azteca, con el fin de que fueran mejor comprendidas.  No cabe duda que Nezahualcóyotl era un gran pensador, un buen gobernante y un ser preocupado por el conocimiento de la  naturaleza.  El lugar, en sus años de esplendor, estaba dotado de una belleza arquitectónica excepcional, así como de esculturas al dios Tláloc y otras que representaban los tres  estados del Imperio Azteca: Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan.
            Además de ser un jardín botánico y un sitio de recreación, Tezcutzingo era un espacio para el desarrollo de las artes. En ese momento no alcanzamos a vislumbrar la grandeza del lugar, sobre todo por el estado en el que está actualmente: grafitis, basura, los pocos letreros con información histórica totalmente cubiertos por pintura de aerosol, las propias ruinas parcialmente destrozadas, no sabemos si por la acción de la naturaleza o por el ser humano. El colmo fue que, en nuestro camino hacia la cima, alcanzamos a ver una hermosa flor roja en medio del escarpado paisaje… misma que, a los pocos minutos, una señora cortó y se llevó en las manos como recuerdo, como un premio a su inconsciencia. El lugar carece de vigilancia, pero lo peor es que muchos visitantes son tan ignorantes de sus raíces, que destrozan todo a su paso.
            Después de unos minutos de descanso adicional, emprendimos el camino a la cima del cerro. A pesar de que sólo unos metros nos separaban de lo más alto, la escalada fue complicada. Al llegar, no pudimos sino celebrar el éxito obtenido (literalmente, alcanzamos la cima) tomando varias fotos del paisaje. Antes del último tramo, se encuentra una pequeña cueva. Nos preguntamos qué función tendría hace seis siglos. Ahora, parece ser guarida de algunos animales del lugar y de vándalos que se dedican a pintarla con su limitada imaginación.
            En la cima, pudimos disfrutar una vez más del majestuoso paisaje, pero al mismo tiempo sentimos una gran tristeza al ser testigos de la inconsciencia, falta de educación y desinterés total por nuestra historia: encontramos algunas piedras con símbolos prehispánicos grabados en ellas… cubiertos por grafiti. No entendemos qué motiva a alguien a llevar a cabo un acto de tal vileza y estupidez. ¿Por qué hay mexicanos con tanta indiferencia, protagonismo tonto y falta de respeto por todo?
            Con esta sensación ambivalente causada por la belleza del lugar y la ignorancia de algunas personas, emprendimos el regreso, que, por obvias razones, fue un poco más fácil y rápido. Una vez más, a esquivar piedras puntiagudas y raíces salidas, sentir el impacto cuesta abajo en cada paso y volver a admirar el paisaje, pero con menos detenimiento, pues ya queríamos estar abajo.
            Unos metros antes de llegar al estacionamiento donde habíamos dejado el coche, pudimos disfrutar  de unas ricas y revitalizantes “piñas locas” que una familia habitante del lugar prepara y vende a los visitantes. Y después de sofocante esfuerzo y del calor insoportable, el deseo de refrescarse en el balneario que está al pie del cerro es por demás necesario.
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Es una lástima y decepción encontrarnos con parte de la historia del país destruida, olvidada y dejada a un futuro incierto. No podemos permitir que estos lugares históricos se sigan perdiendo entre la indiferencia de las autoridades y la inconsciencia de los visitantes.  No es posible que algo que hace seis siglos era uno de los lugares más hermosos de América ahora sea un nido de desolación, mugre y vandalismo.

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